jueves, 27 de septiembre de 2007
sábado, 22 de septiembre de 2007
lunes, 10 de septiembre de 2007
Probabilidad de lluvias aisladas y lloviznas
ultimamente no puedo dejar de pensar en el amor. o mejor dicho, en el fin del amor. cuándo y cómo termina? hay razones para que empiece y termine, o siempre tiene orígenes y finales mágicos, incógnitos, impenetrables? qué es el amor? el amor lo es todo? el amor es más fuerte?
hay amores que duran para siempre? cómo? es algo que se construye o también, como su origen, es mágico? existen las almas gemelas, o son sólo neuronas y feromonas que se atraen? por qué el amor es tan misterioso? si uno nada más busca ser un poco más feliz de lo que intenta ser por separado... y de golpe es tan complicado, idas y vueltas, cachetazos, narices atajando ceniceros... y después, la calma. una sensación de adiósparasiempre tremenda, el más nítido de todos los sentimientos, el entender que todo lo que estaba antes puesto en esa persona... no está más. que desaparece para dar lugar a algo un poco más limpio, más solitario, más desenroscado: la seguridad del desamor.
y en esa seguridad también surgen preguntas... desde cuándo uno siente esto y no se dio cuenta? cuánto duró la anestesia? a quién le echo la culpa? por qué no duró para siempre? cómo me desenamoré, si hasta hace 6 meses era el amor de mi vida...?
y sigue...
y aunque tal vez ese momento de claridad se extienda y sea la realidad de una, de mí, no dejo de preguntarme, una y otra vez, a dónde se fueron tantas emociones, tanto sentimiento tirando por salirme de dentro, qué les pasó a los besos y abrazos, cómo es que tan rápido cambian de destino; que ni siquiera es un cambio de destino, sino más bien un perfecto y rematado... fin.
será verdad, tristeza nao tem fim, felicidade sim...?
les comparto una parte de una canción hermosa. se llama "Dios me ha pedido un techo", y la parte dice así:
"Dios me ha pedido un techo,
cansado de todo ese cielo,
de no tener nada encima del lomo.
De no tener nada,
de tenerlo todo.
Dios me ha pedido un beso.
Le acerco mi boca.
No besa, no toca.
Dios nunca ha besado,
siendo tan amado".
hay amores que duran para siempre? cómo? es algo que se construye o también, como su origen, es mágico? existen las almas gemelas, o son sólo neuronas y feromonas que se atraen? por qué el amor es tan misterioso? si uno nada más busca ser un poco más feliz de lo que intenta ser por separado... y de golpe es tan complicado, idas y vueltas, cachetazos, narices atajando ceniceros... y después, la calma. una sensación de adiósparasiempre tremenda, el más nítido de todos los sentimientos, el entender que todo lo que estaba antes puesto en esa persona... no está más. que desaparece para dar lugar a algo un poco más limpio, más solitario, más desenroscado: la seguridad del desamor.
y en esa seguridad también surgen preguntas... desde cuándo uno siente esto y no se dio cuenta? cuánto duró la anestesia? a quién le echo la culpa? por qué no duró para siempre? cómo me desenamoré, si hasta hace 6 meses era el amor de mi vida...?
y sigue...
y aunque tal vez ese momento de claridad se extienda y sea la realidad de una, de mí, no dejo de preguntarme, una y otra vez, a dónde se fueron tantas emociones, tanto sentimiento tirando por salirme de dentro, qué les pasó a los besos y abrazos, cómo es que tan rápido cambian de destino; que ni siquiera es un cambio de destino, sino más bien un perfecto y rematado... fin.
será verdad, tristeza nao tem fim, felicidade sim...?
les comparto una parte de una canción hermosa. se llama "Dios me ha pedido un techo", y la parte dice así:
"Dios me ha pedido un techo,
cansado de todo ese cielo,
de no tener nada encima del lomo.
De no tener nada,
de tenerlo todo.
Dios me ha pedido un beso.
Le acerco mi boca.
No besa, no toca.
Dios nunca ha besado,
siendo tan amado".
viernes, 7 de septiembre de 2007
jueves, 6 de septiembre de 2007
Chula nos lee!!
Amorosas, estaba hojeando los comentarios del blog y encontré que la señorita Chula Cecilia Meira nos lee!! me llené de emoción, en especial porque, querida chuletas, desde el día del amigo que no sé nada de tu vida, ya que sólo me llegó un mail tuyo desde entonces, me parece, y no has dado más muestras de vida que el comentario en el blog. te extrañamos, extrañamos tus formas de bailar profesionalmente, de ver siempre la vida con otros ojos, de tu risa... y en especial tu risa, porque en este momento preciso estoy acordándome cómo te reís, la sonrisa de chula, el pelo, te estoy viendo casi...
te extraño!
te quiero!
te extraño!
te quiero!
Cuando ya me empiece a quedar sola...
Sí, yo me dí cuenta que cambiaste el color del blog. Y lo dejé pasar. aunque haya pasado tanto tiempo, no estás sola en el éter. heme aquí contigo.
estaba pensando qué pasará cuando empiece a dejar de controlar esfínteres, cuando los dolores se manifiesten intempestivamente y nunca me dejen más sola. cuando los calores empiecen a ocurrir en invierno y griten que se me pasó el tren de la maternidad. cuando los días de lluvia se conviertan eternamente en un sinfín de reproches por no haber consultado por la artritis a tiempo, por haber preferido la coca-cola antes que un sachet de leche.
cuando la sal esté prohibida en mi dieta.
cuando me empiecen a ceder el asiento, o cuando la lista de amigos en la Chacarita sea superior a la que puedo invitar a un asado.
cuando tenga que tantear las pastillas en la mesa de luz antes de prender el velador.
cuando los cigarrillos que fumé se hagan oír en los silbidos atravesados de mi respiración quejumbrosa...
¿será ese panorama desolador lo que motiva la búsqueda de un otro? ¿será el compartir esas penurias lo que me lleve a sostener un amor que dure para toda la vida?
¿o me dignaré a vivir la demencia senil de los últimos años sola?
será que para eso quiero tener hijos... para que la última mirada que de a este mundo esté dirigida a unos ojos que me miran, amorosos, despedirme de esta vida...?
será...?
qué miedo, no quiero llegar a vieja nunca... y si llego, que también está bueno, quiero llegar amada y acompañada. por las razones que sea.
estaba pensando qué pasará cuando empiece a dejar de controlar esfínteres, cuando los dolores se manifiesten intempestivamente y nunca me dejen más sola. cuando los calores empiecen a ocurrir en invierno y griten que se me pasó el tren de la maternidad. cuando los días de lluvia se conviertan eternamente en un sinfín de reproches por no haber consultado por la artritis a tiempo, por haber preferido la coca-cola antes que un sachet de leche.
cuando la sal esté prohibida en mi dieta.
cuando me empiecen a ceder el asiento, o cuando la lista de amigos en la Chacarita sea superior a la que puedo invitar a un asado.
cuando tenga que tantear las pastillas en la mesa de luz antes de prender el velador.
cuando los cigarrillos que fumé se hagan oír en los silbidos atravesados de mi respiración quejumbrosa...
¿será ese panorama desolador lo que motiva la búsqueda de un otro? ¿será el compartir esas penurias lo que me lleve a sostener un amor que dure para toda la vida?
¿o me dignaré a vivir la demencia senil de los últimos años sola?
será que para eso quiero tener hijos... para que la última mirada que de a este mundo esté dirigida a unos ojos que me miran, amorosos, despedirme de esta vida...?
será...?
qué miedo, no quiero llegar a vieja nunca... y si llego, que también está bueno, quiero llegar amada y acompañada. por las razones que sea.
EL CARRITO
por Cesar Aira
Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire.En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos.Tanto los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para apreciar este fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho fama de loco. De tantos años de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña muesca que tenía en la barra; salvo que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo. Lo consideraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la cosa el carrito había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconciente, le estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del mundo civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de arvejas? Y aún así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es paradójico, pero yo que me siento tan lejos y tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era más secreto, más radical, más desinteresado.Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro.El hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado:–Yo soy el Mal.
17 de marzo, 2004
Suscribirse a:
Entradas (Atom)